Hombre con Minotauro en el pecho

Hombre con minotauro en el pecho


Enríque Serna



Mi amor a lo ornamental existe,sin duda,

porque siento en ello algo idéntico

a la sustancia de mi alma.

Fernando Pessoa Libro del desasosiego


a mi hermana Anamaría



Voy a contar la historia de un niño que pidió un autógrafo a Picasso. Como todo el mundo sabe, a principios de los años 50 Picasso vivía en Cannes y todas las mañanas tomaba el sol en la playa de la California. Su psastiempo favorito era jugar con los niños que hacían castillos de arena. Un turista, notando cuanto disfrutaba la compañía infantil, envió a su hijo para pedirle un autógrafo. Tras oír la petición del niño, Picasso miró con desprecio al hombre que lo usaba como intermediario. Si algo detestaba de la fama era que la gente comprara sus firmas y no sus cuadros. Fingiéndose cautivado por la gracia del niño, solicitó al padre que le permitiera llevarlo a su estudio para obsequiarle un dibujo. El Turista dio su consentimiento de mil amores y media hora después vio regresar a su hijo con un minotauro tatuado en el pecho. Picasso le había concedido la firma que tanto anhelaba, pero impresa en la piel del niño, para impedirle comerciar con ella.

Ésta es, mutatis mutandis la anécdota que narran los biógrafos del autor malagueño. Todos festejan el incidente, creyéndo que Picasso dio una lección a los mercaderes del arte. Debí refutarlos hace mucho tiempo, pero no me convenía divulgar la verdad. Ahora no puedo seguir callando. Sé que manejan información de segunda mano. Sé que mienten. Lo sé porque yo era el niño del tatuaje y mi vida es una prueba irrefutable de que la rapiña comercial triunfó sobre Picasso.

Para comenzar, quiero dejar bien claro que mi padre no era turista ni tomó vacaciones mientras yo viví a su lado. Tanto él como mi madre nacieron en Cannes, donde trabajaban cuidando la residencia de la señora Reeves, una millonaria cincuentona y obesa y por supuesto norteamericana que pasaba los veranos en la costa azul y el resto del año repartía su ocio – un ocio tan grande que no cabía en una sola ciudad – entre Florencia, París, Valparaíso y Nueva York. Éramos una familia católica practicante a la que Dios daba un hijo cada año, y como nuestros ingresos, indiferentes al precepto bíblico, ni crecían ni se multiplicaban, sufríamos una miseria que andando el tiempo llegó a rayar en desnutrición. Mi padre había visto en el periódico la foto de Picasso y creyó que podría ganar dinero con el autógrafo. La broma del pintor no lo desanimó. Cuando la señora Reeves llegó a casa me ordenó que le mostrara el pecho. Ella era coleccionista de arte y al ver el minotauro quedó estupefacta. En un sorpresivo arrebato de ternura me tomó entre sus brazos, triturando mis costillas con toda la fuerza de sus 200 kilos, y sin pedir autorización a mis padres organizó una cena de gala para exhibirme ante sus amistades.




Yo era uno de esos niños antisociales que niegan el saludo a los adultos. Refunfuñaba cuando las amigas de mi madre me hacían arrumacos en la calle y procuraba estar cubierto de lodo para no tener que soportar sus besos. Decidí boicotear mi debut en la sociedad. A regañadientes toleré que me vistieran con un ridículo traje de marineritoy me untaran el pelo con goma, como el día de mi primera comunión, pero no consentí que me aprisionaran los pies en los ridículos zapatos de charol que la señora Reeves subvencionó, junto con el resto de mi atuendo, para enmarcar decorosamente su joya pictórica. Parapetado bajo la cama oí los regaños de mi madre y los intentos de soborno de la señora Reeves, que me ofrecía una bolsa de caramelos a cambio de bajar a la sala donde un selecto grupo de bon vivants esperaba con impaciencia mi aparición. Así habría permanecido toda la noche, huraño y rebelde, si mi padre, al oír el escándalo, no hubiese venido a sacarme a patadas del escondite.

Si Dios y el infierno existen, le deseo la peor de las torturas. A partir de que Picasso estampó su firma en mi pecho, dejé de ser su hijo para convertirme en su negocio. Recuerdo que le brillaban los ojos cuando la señora Reeves, oronda como una elefanta recién casada, me llevó con el pecho descubierto al centro del corrillo formado por vividores profesionales y aristócratas venidos a menos que se inclinaron a ver el tatuaje con esa cara de adoratriz en éxtasis que ponen los esnobs cuando creen hallarse frente a las obras del Arte con Mayúsculas.

  • isn' it gorgeous? – preguntó la gorda, resplandeciente de satisfacción.

  • Oh, yes, it's gorgeous respondieron a coro los invitados.

En la mesa tenía reservado el sitio de honor. Temiendo que pescara un resfriado, mi madre intentó ponerme la camisa, pero la señora Reeves lo impidió con un ademán enérgico. Un famoso corredor de autos me retrató el pecho, procurando colocar la cámara de tal manera que mi rostro

carente de valor artístico – no estropeara la foto.

Su novia, que entonces era cantante de protesta y hoy es accionista mayoritaria de la Lookheed, me hacía guiños de complicidad, como insinuando que ella sí entendía la broma de Picasso y despreciaba a esos idiotas por tomársela en serio. Simpaticé más con los invitados circunspectos, en particular con una condesa que tenía mal de Parkinson y sin embargo, por instinto maternal o por ganas de fastidiar a la anfitriona, se empeñó en darme de comer en la boca. Ninguna de sus temblorosas cucharadas llegó hasta mis labios, pero varias cayeron en mi tetilla izquierda, ensuciando la testuz del minotauro. Aunque la señora Reeves trató de minimizar el percance con una sonrisa benévola, noté un rencoroso fulgor en su mirada cuando pidió a mi padre que limpiara la mancha con un algodón humedecido en agua tibia. Yo no comprendía por qué me trataban con tanta delicadeza, pero algo tenía claro enmedio de tanta confusión: ese día mandaba en la casa. Por eso, cuando mi padre se inclinó a limpiar los cuernos del minotauro, derramé sobre sus pantalones un plato de sopa hirviente.

La señora Reeves obtuvo con la cena un gran éxito social. Fue algo así como su doctorado en sofisticación, la prueba de refinamiento que necesitaba para entrar al gran mundo, del que sólo conocía los alrededores. Yo le abrí las puertas del paraíso, y cuando llegó el fin del verano quiso mantenerme a su lado como amuleto. Vagamente recuerdo una discusión a puerta cerrada entre mis padres, el llanto de mamá cuando preparó las maletas, la despedida en el muelle con todos mis hermanos agitando pañuelos blancos. Entonces no supe bien lo que pasaba. Creí la piadosa mentira de mamá: la patrona me llevaba de vacaciones en su yate porque se había encariñado conmigo. Confieso que no extrañé a mi familia durante la travesía por el Mediterráneo. Además de alimentarme con generosas raciones de filete (manjar que desconocía mi estómago de niño anémico), la señora Reeves me permitía correr como un bólido por la cubierta, jugar a los piratas con los miembros de la tripulación y martirizar a Perkins – su gato consentido – prendiéndole cerillos en la cola. A cambio, de tanta libertad, sólo me prohibió exponer el pecho al sol para evitar un despellejamiento que – según decía la muy hipócrita – podía resultar dañino para mi salud.



Abrí los ojos demasiado tarde, cuando tomamos el avión para Nueva York. En la escalerilla la señora Reeves se despidió de mí con un lacónico take care y dos de sus criados me levantaron del suelo, tomándome delicadamente por las axilas, como a un objeto frágil y valioso. A estas alturas ya me sentía un pequeño monarca y creí que me llevarían cargando al interior del jet. Así lo hicieron, pero no a la sección de primera clase, como yo suponía, sino al depósito de animales, donde me envolvieron con una gruesa faja de hule espuma para proteger el minotauro contra posibles raspones. Perkins maulló vengativamente cuando me instalaron junto a él. En su jaula parecía mucho más humano y libre que yo. Entonces comprendí que me habían vendido. Entonces lloré.




No fue, desde luego, una venta descarada. Los abogados de la señora Reeves engañaron a las autoridades francesas presentando el trato como una beca vitalicia. Ella se comprometía a cubrir mis gastos de comida, vestido, alojamiento y educación a cambio de que yo le permitiera exhibir el tatuaje. Mi padre se deshizo de una boca y obtuvo 50 mil francos en una sola transacción comercial. Ignoro en qué resquicio de su conciencia cristiana pudo esconder esa canallada.


Endurecido por la pena y el ultraje, decidí aprovechar mi nueva situación y olvidarme para siempre del hogar que había perdido. Era un esclavo, si, pero un esclavo envuelto en sábanas de seda. Con la señora Reeves me acostumbré a la comodidad y a la holganza. Desde que llegué a su piso en Park Avenue me hizo una lista de privilegios y obligaciones. Quería ser una madre para mí: Tendría maestros particulares de inglés, piano, equitación y esgrima, los mejores juguetes, la ropa más cara.
Sólo me rogaba que delante de las visitas imitara la quietud de los muebles. Me asignó un lugar destacado en la sala, entre una litografía de Goya y una versión en miniatura del
Mercurio de Rodín.

Mi trabajo – si a eso se le puede llamar así – consistía en permanecer inmóvil mientras los invitados contemplaban el minotauro. Pronto llegué a odiar la palabra gorgeous. Los amigos de la señora Reeves no atinaban a decir otra cosa cuando veían el tatuaje. Pero aún más insoportables resultaban los “conocedores” que después de la obligada exclamación expelían su lectura personal de la obra

– el minotauro es símbolo de virilidad. Picasso ha plasmado en el pecho de un niño sus ansias de rejuvenecer, utilizando el tatuaje como el hilo de Ariadna que le permita salir de su laberinto interior hacia el paraje solar de la carne y el deseo.

– Digan lo que digan, el tema de Picasso fue siempre la figura humana. Es natural que su interés por el hombre lo haya conducido a prescindir del lienzo y a pintar directamente sobre la piel del hombre, para fundir el sujeto y el objeto de su expresión plástica.

Los comentarios de aquellos imbéciles me hicieron odiar a Picasso y con él a una parte de mi persona. En aquél tiempo no podía entender de que hablaban, pero ya comenzaba a sentirme ninguneado, invisible, disminuido por el tatuaje que merecía más atención y más respeto que yo. Algunos invitados no se molestaban en verme la cara: fijaban la vista en el minotauro como si yo fuera un marco de carne y hueso. De no haber sido porque la señora Reeves, cuando no interpretaba el papel de anfitriona culta, se mostraba tierna y cariñosa conmigo, creo que me habría suicidado antes de cambiar los dientes de leche. La ingenuidad me salvó. Ignoraba que las obras de arte necesitan mantenimiento. Con sus desplantes maternales, con su comedia de abnegación y calor humano, la señora Reeves no hacía otra cosa que proteger su inversión. Así como preservaba de la humedad sus óleos de Munch y Tamayo, me trataba con amor para conservar una vida que –le gustara o no – formaba parte del cuadro.


Tenía 16 años cuando las hormonas le declararon la guerra al arte contemporáneo. Una mancha de vellos negros cubrió primero las piernas del minotauro, subió desde mi ombligo hacia donde comenzaba la cabeza de toro y acabó sepultando el dibujo bajo una densa maraña capilar. La señora Reeves no había previsto que su propiedad se convertiría en un hombre de pelo en pecho. Desesperada, intentó rasurarme con una navaja, pero desistió al hacerme una cortadita que – para desgracia suya y regocijo mío – borró la o de la firma de Picasso. Después de abofetearme como si yo tuviera la culpa de lo que hacían mis glándulas, aplacó sus nervios con una fuerte dosis de tranquilizantes. Vinieron en su auxilio varios expertos en conservación de pintura. Para ellos el problema no era técnico sino estético. Lo de menos era depilarme con cera, pero ¿tenían derecho a interrumpir la evolución de una obra concebida para transformarse al través del tiempo? ¿habría utilizado Picasso la piel humana si no hubiese querido que los pelos ocultaran el tatuaje cuando yo creciera? Un poeta que se jactaba de su amistad con el pintor dirimió la cuestión. A su juicio, los pelos cumplían la misma función que los boletos del Metro y las cajetillas de cerillos en los cuadros de la época del cubismo sintético pintados en colaboración con Braque. Eliminarlos sería un crimen de lesa cultura, una bestialidad tan horrible como rasurar a la Mona Lisa bigotona de Marcel Duchamp.


Temiendo que la señalaran como enemiga de la vanguardia, la señora Reeves aceptó dejar el minotauro cubierto de vello. Creí que había llegado el momento de mi liberación. ¿a quién le interesaría un Picasso invisible? No había considerado que la canalla de las artes plásticas, entre menos disfruta una obra, más la enaltece y mitifica. Si el minotauro desnudo había causado sensación, tapizado de pelos alcanzó un éxito espectacular. Ensoberbecida, la señora Reeves se comparaba con la señora de Guermantes: daba tres cocteles a la semana y aún así tenía en lista de espera a cientos de socialités que se disputaban el privilegio de NO VER el tatuaje. Ahora los gorgeous eran demenciales, eufóricos, y algunos invitados que no se conformaban con elogiar lo inexistente me acariciaban la pelambre del pecho arguyendo que la intención de Picasso era crear un objeto para el tacto. De las caricias masculinas me defendía con patadas y empujones, pero mis rabietas entusiasmaban a los agredidos en vez de aplacarlos y había quienes exigían, con permiso de la señora Reeves, que les pegara de nuevo y con más fuerza

– cuando el muchacho golpea – exclamó un día un crítico del New Yorker, sangrando por naríz y boca –, la protesta implícita en el minotauro se vuelca sobre el espectador, haciéndole sentir en carne propia la experiencia estética.

Aquélla época difícil, en la que no sabía si refrenar o desatar mi agresividad, terminó providencialmente cuando la señora Reeves sufrió un ataque de embolia que la llevó al otro mundo. Permítanme hacer un alto en la narración para escupir sobre su recuerdo. Aún después de muerta siguió burlándose de mí. No esperaba gran cosa de su testamento, apenas una renta modesta por todos mis años de servicio, pero jamás me imaginé que me incluiría entre sus bienes. Y encima se dio aires de filántropa. Fui donado al museo de su pueblo natal (New Blackwood, North Carolina) “con el deseo de que mis coetáneos conozcan las obras más relevantes del arte moderno”, según dejó escrito en una carta para las autoridades del ayuntamiento.

Esta traición acabó con mi paciencia. Estaba claro que nunca me otorgarían la libertad si yo no la conquistaba con mi propio esfuerzo. El notario de la señora Reeves retrasó deliberadamente los trámites de la donación para lucir ante sus amigos la pieza que tenía bajo custodia. Era un sujeto vulgar y despreciable. No solo hirió mi dignidad humana depilándome con rudeza, pues para él no valían sofisticaciones: también lastimó mi orgullo artístico. Después de haber alternado con obras de mérito en la sala de la señora Reeves no pude soportar la compañía de sus baratijas clasemedieras. ¡Yo, un Picasso, junto a una reproducción de la última cena de Salvador Dalí!

Escapé de su casa con la sensibilidad maltrecha. Vagabundeando por las calles de Manhattan llegué a Greenwich Village, donde hice amistad con un carterista portorriqueño, Franklin Ramírez, que se ofreció a enseñarme su oficio a cambio de que le sirviera como ayudante. Trabajábamos en los vagones del Metro en las horas de mayor congestionamiento. Yo dejaba caer unas monedas y Franklin deslizaba sus ágiles dedos en los bolsillos de los inocentes que me ayudaban a recogerlas. Con él pasé los días más felices de mi vida. Por fin alguien me trataba como ser humano. Era libre, tenía un compañero de aventuras, me ganaba la vida haciendo algo más divertido que posar como muñeco de lujo. Lo más admirable de Franklin era su apabullante sinceridad en materia de pintura. El minotauro no le gustaba. Decía que la cabeza de toro estaba mal dibujada, y que aquello era un monigote deforme, y como ejemplo de calidad artística me ponía su propio tatuaje: una rubia pierniabierta que le había pintado en la espalda un artesano de San Quintín. Me daba el 20 por ciento de sus botines y pagaba mis gastos de alimentación y vivienda. A su modo era más generoso que la señora Reeves, pero no dejaba de ser un rufián. Fingió creer que yo era un huérfano recién salido del reformatorio (inventé ese cuento inverosímil para no despertar su codicia) mientras investigaba cuál era mi verdadera identidad. Pobre Frank, no lo culpo. Cuando los periódicos anunciaron la recompensa a quien diera noticias de mi paradero, creyó que haría el primer negocio limpio de su vida. La policía llegó de madrugada al hotelucho del West Side donde teníamos nuestra guarida. Al ver que mi socio no estaba en el cuarto comprendí que me había traicionado. Ya estaba grandecito para llorar. Hice algo más inteligente: denunciarlo por corrupción de menores. Lo detuvieron cuando fue a cobrar la recompensa. Pobre Frank. Él se había portado como Judas, pero yo no era Jesucristo.


Los dos caímos presos. Franklin volvió a San Quintín y yo fui trasladado a una cárcel más inmunda, el museo de New Blackwood, donde tenía reservada una jaula de vidrio con un rótulo que daba crédito a la señora Reeves por su generoso donativo. Ahora me llamaba Hombre con minotauro en el pecho. El título sugería que no sólo el tatuaje, sino yo, su desventurado portador, éramos creaciones de Picasso. Por sublevarme contra esta barbaridad me gané la antipatía del director de un museo, un funcionario gris y mezquino para quien mis exigencias de un trato humanitario no pasaban de ser caprichos de vedette. “De que te quejas – decía – si te ganas la vida sin mover un dedo”. Alegando estrecheces me racionaba la comida. El suyo era un museo democrático y no se podía gastar más en mí que en otras piezas. Democráticamente quería forzarme a permanecer inmóvil durante horas, a sonreír cuando los visitantes me tomaban fotos, a soportar sin estornudos el humillante plumero del anciano que hacía la limpieza. Estando ahí contra mi voluntad, yo no me sentía obligado a colaborar con él. Asumí una actitud rebelde y grosera. Cubría mi vitrina con vaho, hacía huelgas de pecho tapado, enseñaba el miembro a las jovencitas del High School y me burlaba de los maestros de Historia del Arte, interrumpiéndo sus lecciones con alaridos procaces: ¡No le hagan caso a ése cretino: el Guernica es una porquería, Las señoritas de Aviñón eran unas putas iguales a ustedes!

Las quejas por mi conducta llegaron a oídos del alcalde del pueblo, quien sometió a mi caso a consulta pública. El director del periódico local opinaba que ninguna obra de arte, por importante que fuera, tenía derecho a insultar a sus espectadores. Considerando que si Picasso era ateo yo bien podía ser el Anticristo, el jefe de la Iglesia metodista exigió mi expulsión inmediata de New Blackwood. Los liberales se opusieron: jamás permitirían que un fanático destruyera el tesoro artístico del pueblo. Para dar gusto a tirios y troyanos, el alcalde resolvió que se me tuviera encadenado y amordazado. Ni las bestias del zoológico recibían un trato semejante.

Bien dicen que cuando más amargas son las adversidades, más cerca estamos de la salvación. La noticia de mi captura en Nueva York había puesto sobre aviso a los ladrones de museos. El de New Blackwood estaba mal protegido. Lo asaltaron de noche, luego de inutilizar fácilmente a dos vigilantes lerdos y oxidados por años de inactividad. Cuando los ladrones me iluminaron con sus linternas no pude contener un grito de alborozo. Comedidamente los ayudé a desconectar la alarma de la vitrina y me puse a sus órdenes: “Llévenme adonde quieran pero sáquenme de aquí. Yo mismo buscaré a mi comprador, no les daré molestias” Mi buena disposición a ser robado no los conmovió. Sentí un golpe en la nuca y un piquete en el brazo. El mundo se desplomó sobre mis párpados...


Desperté 48 horas después en un sótano maloliente. Supongo que me pusieron una dosis de somnífero como para dormir camellos. Nunca vi las caras de los asaltantes. Recelosos de que los identificara, me llevaban la comida con máscaras del Pato Donald. Acostado en un catre piojoso escuchaba el goteo de la lluvia, los timbrazos de un teléfono, el zumbido lejano de los tranvías. Más allá de las incomodidades, me atormentaba ignorar cuál sería mi destino. ¿Pedirían rescate a las autoridades de New Blackwood? ¿Me arrancarían el pellejo para venderlo en el mercado negro?

Recobré la tranquilidad cuando uno de los secuestradores tuvo la gentileza de informarme que estaba en Hamburgo. Mi robo fue un trabajo realizado por encargo del magnate alemán Heinrich Kranz, mejor conocido como el Rey de las Nieves por su escasa participación en el tráfico internacional de cocaína. Kranz ordenó que no me sacaran del sótano hasta el día del cumpleaños de su mujer, a quien deseaba dar una sorpresa. Con los ojos vendados fui conducido a un castillo de la Selva Negra –la residencia campestre de Kranz – donde tuvo lugar la fiesta. En un amplísimo salón iluminado con las pirotecnias de una discoteca, se encontraba lo más exquisitamente corrupto del jet set europeo. Apenas repuesto del vértigo inicial contemplé, horrorizado, estampas que más tarde me parecerían familiares. El invitado más serio tenía el pelo pintado de verde. Un boy scout septuagenario acariciaba las nalgas de un muchacho que podía ser su nieto. En una plataforma circular bailaban rumba tres hermafroditas. Junto a la pista de baile había una fosa llena de lodo en la que se revolcaban parejas desnudas.

Con una copa de champaña que alguien puso en mi mano recorrí el salón. La cocaína circulaba con generosidad. Un travesti con hábito de monja me besó a mansalva. Las mujeres de verdad – bellísimas casi todas – se mordían los labios cuando pasaban junto a ellas, como invitándome a fornicar enfrente de sus maridos. Su conducta era obscena como la decoración del castillo. Los Kranz tenían una impresionante colección de pintura y escultura, pero maltrataban deliberadamente sus tesoros, por los que no sentían el menor aprecio. El Cristo amarillo de Gauguin estaba colgado de cabeza, como en una misa negra, y tenía pegada en la boca una verga de hule. Habían unas Mujeres en bronce de Henry Moore disfrazadas de putas,

con bragas transparentes y sostenes de lentejuela. Vi a un bárbaro apagando un cigarrillo en un autorretrato de Rembrandt, a otro que derramó su copa sobre un ícono ruso del siglo XIV. ¿que uso le darían a mi tatuaje?

No quise averiguarlo. Corrí en busca de una salida. Cuando trataba de saltar por la ventana, dispuesto a romperme la columna vertebral si era necesario, me tomó por el cuello un guardaespaldas chino. “La señola estal espelándolo”, gruñó, amenazándome con un revólver. Tuve que acompañarlo al salón de cultura grecorromana. Estaba decorado como un tugurio de cuarta categoría. Una luz roja, prostibularia, iluminaba estatuas de atletas olímpicos, bustos de Trajano y Marco Aurelio, ánforas etruscas que servían como escupideras. Una rocola tocaba insulsas piezas de música country. Parecía más vieja que las antigüedades milenarias. El chino me ordenó tomar asiento en una mesa de patas disparejas ocupada por una fichera escuálida y ojerosa que llevaba lunares postizos en las mejillas y una camiseta con la leyenda fuck me and leave me. Era mi nueva propietaria, la perversa y salvaje Uninge. Me saludó a la manera de Calígula, con un artero apretón de testículos.

– Bienvenido al Club de Profanadores del Arte. No sabes cuanta falta le hacías a mi colección. Tú eres algo distinto. Ya estaba cansándome de las obras inanimadas. Por mucho que las odie, uno se cansa de pisotearlas.

    • ¿Por qué odia usted el arte? – pregunté, amedrentado por su tierno saludo.

Qué maravilla. Además de guapo eres ingenuo. – La perversa Uninge me miró con una mezcla de compasión y desprecio. – ¿Crees que tu deleznable tatuaje merece algún respeto? No mi cielo, aquí no. Me río de Picasso y de la gente que lo admira, empezando por tu antigua dueña, que en paz descanse. Pobre ballena. Se creía culta y sublime. Yo vengo de vuelta de todo eso. Estamos en la edad de la impostura, cariño. El arte murió desde que nosotros le pusimos precio. Ahora es un pretexto para jugar a la Bolsa. Yo muevo un dedo y la tela que valía 100 dólares en la mañana se cotiza en cincuenta mil por la noche. Si hago esos milagros, ¿no crees que también puedo quitarle valor al arte? A eso me dedico desde hace algunos años. Heinrich podría comprarme todo lo que yo quisiera, pero tengo debilidad por las obras robadas. Es un primer paso para desacralizarlas, para quitarles la aureola de dignidad que tienen en los museos. Después viene lo más divertido: escupirlas, ensuciarlas, barrer el piso con ellas. ¿y sabes por qué, ricura? Porque al hacerlo me destruyo a mí misma, porque ya no puedo creer en nada, ni siquiera en mi jueguito de las profanaciones, que vuelve locos a esos idiotas, pero a mí ya no me satisface. Quisiera que alguien me tratara como yo trato a las piezas de mi colección. Para eso te necesito. ¡Castígame, amor, pégame, destruye a tu puta!

La perversa Uninge lloró sobre mis rodillas, como una mujerzuela que al filo de la muerte se arrepintiera de su vida pecadora. Confieso que su discurso me había conmovido. Desde niño venía padeciendo todo lo que Uninge denunciaba. Los comerciantes del arte me habían destrozado la infancia. Picasso dibujó un tatuaje para insultarlos, y ellos, en vez de ofenderse, le demostraron a costa de mi felicidad que hasta sus burlas valían oro. Limpié con un pañuelo las lágrimas de Unige. Pobre mujer. En el fondo era una moralista, como todos los grandes libertinos. La estreché tiernamente contra mi pecho, para decirle sin palabras que yo la comprendía y la respetaba. Fue un error imperdonable. Había pasado su momento de flaqueza y creyó que se trataba de un chantaje sentimental. En sus ojos brilló de nuevo la chispa del rencor.

– ¡Li Chuan, ven para acá! – el chino acudió corriendo –. Llévalo a mi cuarto para que se quite la ropa. Odio a la gente que me tiene compasión. Prepárate, muñeco, porque vas a conocer a la perversa Uninge.

– En su recámara perdí hasta el último residuo de castidad. Sería ingenuo decir que me redujo a la categoría de objeto sexual, pues lo cierto es que mi cuerpo no le importaba. Toda su refinada lujuria se concentraba en el tatuaje. Lo pellizcó, lo arañó, lo lamió hasta quedar con la lengua seca embadurnándole jalea de manzana cuando se aburría de saborear mi piel. Le hice el amor con una capucha porque no quería verme la cara. Como estaba dentro de su cuerpo y sin embargo no existía para ella, mi primer lance amoroso me dejó un gusto a frustración. Después vinieron los latigazos, no dados a mí, sino al minotauro, a Picasso, a la propia conciencia de Uninge. Yo era el que sangraba pero no el que recibía el castigo. Roció mis heridas con limón, volvió a cabalgarme y cuando se acercaba. El momento del orgasmo me clavó un alfiler en el pecho. El dolor fue tan intenso que perdí el conocimiento, pero Uninge me administró sales de amoniaco para prolongar el suplicio. Había frente a la cama un cuadro de Chagall que de vez en cuando movía a la derecha, dejando ver un orificio indudablemente destinado a un voyeur: ¿sería Heinrich Kranz o alguno de los amantes de Uninge?

Cuando ya no tenía fuerzas ni para implorar piedad, me llevaron a un calabozo donde estuve encerrado tres días. En las paredes había fotos de iconoclastas famosos: el salvaje que desfiguró La Piedad a martillazos compartía una especie de altar con la viejita que arrojó ácido sulfúrico a Las meninas. Abundaban los dibujos de palomas. Uninge las adoraba, no precísamente porque fueran símbolos de la paz, sino por su excremento, que destruye las fachadas de las catedrales.

La estancia en el calabozo aniquiló mis ímpetus de rebeldía. La perversa Uninge me tenía en su poder y nada ganaría con oponerme a sus caprichos. Al salir estaba dispuesto a obedecerla en todo, y como ella, por el momento, se había cansado de mí, lo que me ordenó fue complacer a sus amigas. Admito que cumplí gustosamente su encargo. Quien juzgue desvergonzada o cínica mi conducta debe tomar en cuenta que yo era un adolescente en pleno despertar sexual. Si participé con ahínco en orgías y camas redondas, si colmé de placer a las amigas de Uninge, si dejé que me orinaran el tatuaje y les dí bofetadas y me disfracé de minotauro para cumplir sus fantasías, fue porque estaba en la primavera de la sensualidad. No me arrepiento de nada, salvo de haber permitido que me usaran de intermediario para acostarse con Picasso.

Uninge y Heinrich pertenecían a la crema y nata del hampa internacional; es decir, se codeaban con banqueros y presidentes constitucionales. De un ambiente así no es fácil salir moralmente ileso. Aprendí a mentir, a robar las joyas a mis amantes, a chantajearlas, a hacerme el remolón para que me dieran buenas propinas. Me convertí – digámoslo claro – en un vulgar prostituto. Y fue como explotar el minotauro. Seguí el ejemplo de los futbolistas profesionales, que cuando no están a gusto en un club compran su carta para venderse al mejor postor. ¿Por qué debía seguir en el equipo de Uninge si era dueño natural de un tatuaje tan codiciado?

Huir de Alemania no era difícil, pero una vez en libertad necesitaba sacudirme a las autoridades de New Blackwood, que sin duda tratarían de hacerme volver al redil. Preparé la doble evasión con inteligencia y desparpajo. Primero sustraje del castillo de la Selva Negra una Venus de Rubens y la escondí en una cabaña abandonada. Nadie notó su ausencia. Uninge había convocado a su satánica tribu a una fiesta que duraría todo el fin de semana. Di el pitazo a la policía, que llegó alrededor de la medianoche, cuando la coca se consumía a narices llenas. Como aún era menor de edad fui el primero en salir de la cárcel. Afuera me esperaban dos detectives. Los había enviado el alcalde de New Blackwood al tener noticia de mi captura. Por teléfono les propuse un trato: les regalaría la Venus de Rubens, una pieza mucho más valiosa que el minotauro, a cambio de mi libertad y 10 mil dólares. El tacaño se negó a pagar la compensación económica, pero aceptó el intercambio.

Tomé el primer avión a París, dispuesto a enriquecerme con el tatuaje. Gracias a mi habilidad para las relaciones públicas reuní rápidamente una clientela de millonarias excéntricas que pagaban sumas exhorbitantes por irse a la cama con una obra maestra del arte contemporáneo. Instalé un lujoso departamento en el barrio de Saint Germain. Recibía dos o tres mujeres por la noche, poniéndolas en distintas habitaciones, como los dentistas que atienden a varios pacientes al mismo tiempo. Llegué a cobrar una tarifa extra por quitarme la camiseta y a las mujeres proclives a los arañazos les impedía tocar el tatuaje. Que sufrieran: acostarse conmigo era tan prestigioso como lucir un modelo exclusivo de Coco Chanel. Cuando juntara mi primer millón de dólares tenía pensado comprar una casa en Cannes, de preferencia la casa donde crecí, para que mi padre se muriera de la rabia al verme tan próspero. No contaba con los malditos inspectores del Ministerio de Cultura.

Tocaron a mi puerta un domingo, acudiendo al llamado de una cliente despechada que no me llegó al precio. Padecí un largo interrogatorio. Habían descubierto que la transacción de mi padre con la señora Reeves era inhumana y anticonstitucional. Chocolate por la noticia, les dije, indignado por la rudeza con que me habían obligado a mostrarles el tatuaje. Me pidieron reconstruir todo el viacrucis de mi vida, desde la venta en Cannes hasta la prostitución en París. Hice un relato melodramático, entrecortado con sollozos, en el que yo interpretaba siempre el papel de víctima: la sociedad era culpable de todas mis desgracias, me habían tratado peor que a un esclavo, etcétera. Los emocioné hasta las lágrimas. En un arrebato de cursilería, el jefe de inspectores me pidió disculpas a nombre de todo el género humano.

Como lo sospechaba, el gobierno francés, a pesar de su máscara humanitaria, en el último instante me dio una tarascada. Les apenaba profundamente que personas sin escrúpulos hubiesen utilizado el tatuaje, y por ende mi cuerpo, con fines de lucro, causándome perjuicios de orden psicológico y moral. Por ello, como una mínima compensación por mis desdichas, me ofrecían una beca para estudiar una carrera técnica. Pero eso sí, un Picasso es un Picasso y tres veces por semana tendría que posar en el centro Georges Pompidou, donde por supuesto respetarían mi calidad humana.


Entré a estudiar ingeniería Industrial con la ilusión de quien empieza una nueva vida. Quería ser normal, salir con muchachas de mi edad, trabajar en algo de provecho. Asistía puntualmente al centro Pompidou, esforzándome por tratar con amabilidad a todos los visitantes, incluyéndo a los detestables fanáticos de Picasso que se quedaban frente al tatuaje tardes enteras. El más fastidioso era un profesor marxista de Estética que pretendía utilizarme para fundamentar su tesis de doctorado sobre la manipulación del gusto en la sociedad burguesa. Mi caso demostraba la vigencia del ciclo mercancía-dinero-mercancía en la economía política de la producción artística. Tampoco para él era un simple mortal.

Habría soportado a ése y mil cretinos más si no hubiera enloquecido al poco tiempo de ser un ciudadano común y corriente. Ocurrió que mi nueva vida, una vida sana, laboriosa y sencilla, me dejaba un profundo vacío interior. Creyendo que me hacía falta una pareja intenté relacionarme con las compañeras del Politécnico, que nada sabían del tatuaje, y descubrí con espanto que no podía corresponder a su cariño. Esperaba de ellas el trato inhumano al que me había acostumbrado en mi larga carrera de objeto artístico. No sólo era un exhibicionista irredento, sino que había desarrollado un sentimiento de inferioridad respecto al minotauro, una morbosa complacencia en ser el deslavado complemento de la gema que llevaba en el pecho. Y esas jovencitas ni siquiera veían el tatuaje. Me amaban a mí, al hombre que nada podía ofrecerles por carecer de la más elemental autoestima.

No solo en el amor fracasaba, también en los estudios. Dicen que el arte es inútil o no es arte y mi carácter lo comprueba. Incapaz de un esfuerzo mental sostenido, acostumbrado a la quietud y al ocio, en las aulas y fuera de ellas me dedicaba al dolce far niente. Puesto que mi única vocación era el reposo, prefería ejercerla en el Centro Pompidou, donde me pagaban las horas extras a 300 francos. Necesitaba estar en exhibición para no deprimirme, pero el remedio era peor que la enfermedad, pues al huir del trabajo productivo me hundía más y más en mi deplorable condición ornamental. Esa contradicción me arrojó a la bebida. Tomaba solo o acompañado, en plena calle o en los baños del Centro Pompidou; tomaba coñac, cerveza, ron, lejía, lociones para después de afeitar, vinagre. Tenía crudas espantosas, delirios en los que veía luchar a Picasso contra Dios. ¿Cual de los dos era Todopoderoso? La muerte, comparada con esa lóbrega vida, se antojaba un trámite amable, una solución feliz. Rindiendo tributo al lugar común estuve a punto de arrojarme al Sena, pero en último instante preferí los nembutales. Había ingerido cuatro cuando tuve una idea luminosa. En las últimas semanas, empobrecido hasta el paroxismo, había estado bebiendo aguarrás. Tomé la botella y derramé un chorro en un trozo de estopa. Tallando con fuerza desvanecí primero los colores del tatuaje. La mano me temblaba, tuve que darme valor con un trago de aguarrás. El contorno del dibujo desapareció luego de mil fricciones dolorosas. Finalmente, sin reparar en irritaciones y quemaduras, asesiné con esmero la firma de Picasso. Había roto mis cadenas. Era yo.

Sintiéndome desnudo, resucitado, prometeico, fui corriendo a mostrar mi pecho a los inspectores del Ministerio. Quería presumir altaneramente mi fechoría, demostrarles quien había ganado la batalla. Pero ellos guardaban un as bajo la manga: la cláusula sexta del párrafo tercero de la Ley de protección del Patrimonio Artístico. La encantadora cláusula dispone una pena de 20 años de cárcel a quien destruya obras de arte que por su reconocido valor sean consideradas bienes nacionales. “y que pasa cuando una obra destruye a un hombre?” Les pregunté, colérico. “¿A quién habrían castigado si hubiera muerto por culpa del tatuaje?” Cruzándose de brazos me dieron a entender que no tenía escapatoria. En una camioneta blindada me condujeron a esta prisión, donde me dedico desde hace meses al kafkiano pasatiempo de escribir cartas al secretario general de la ONU, rogándole que interceda a nombre de los Derechos Humanos. Como el secretario no se ha dignado responderme todavía, he decidido publicar este panfleto para que mi situación sea conocida por la opinión pública.

¡Exijo libertad para disponer de mi cuerpo!

¡Basta de tolerar crímenes en nombre de la cultura!

¡Muera Picasso!





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Serna, Enríque, “Hombre con Minotauro en el Pecho”, en “Antología del cuento mexicano de la segunda mitad del siglo XX” Mario Muñoz (compilador) Edit Universidad Veracruzana. México

1 Anamnesis....:

Nix Galith dijo...

El arte por concepto es liberador. Me gustó la ironía del texto al mostrarlo como todo lo contrario...
Es el segundo texto que leo de Serna, y creo que comienzo a amarlo... :)