El Bromazo: Memorias de un Guasón




Alcanzamos una época en la cual tienen los guasones apariencias fúnebres y se llaman políticos.



Ya no se usa entre nosotros la verdadera guasa, la guasa fina, la guasa retozona y alegre de nuestros padres.


Y, sin embargo, ¿sabéis de algo en el mundo más divertido, más picaresco, más ingenioso, que una buena guasa?


No hay cosa tan entretenida y alegre como chasquear a los crédulos, mofarse de los bobalicones, engañar a los maliciosos, preparar contra los astutos lazos ofensivos y risibles. ¿Hay algo más delicioso que burlar a las personas de talento, hasta obligarlas a reír de su propia simpleza, o bien, cuando se disgustan, vengarse de su tirantez con una guasa nueva?


¡Oh! He dado muchos bromazos, muchos, muchos, en esta vida. Y no son pocos los que recibí, ¡caracoles! ¡Me los dieron buenos! Yo he dado algunos despampanantes y terribles. Una de mis victimas—la más desdichada—murió de resultas de uno de ellos.


No fue para nadie una pérdida sensible. Con el tiempo y en ocasión oportuna, lo contaré: pero seria difícil ahora, teniendo que usar muchas reticencias, porque se trata de un bromazo bastantee sucio, bastante indecoroso. Tuvo lugar en un villorrio, a poca distancia de París. Los que fueron testigos de aquel suceso trágico, lloran aun... de risa. ¡Cómo cada vez que lo recuerdan, a pesar de haberse muerto la victima del chasco! ¡Paz a su alma!


Hoy referiré dos bromazos. El último que me han dado y el primero que di.


Empecemos por el que me hace menos gracia: el que me dieron. Tal vez mi condición de paciente no me permita apreciar todo su chiste.


*

Fui un otoño a cazar con unos amigos, en sus posesiones de Picardía. Eran muy guasones, casi es ocioso advertirlo siquiera; no me gusta el trato de otras gentes.


Cuando llegué, me hicieron un recibimiento magnifico; tanto agasajo me dio mala espina. Hubo salvas, aclamaciones, zalamerías; me lisonjeaban, como si todo lo esperasen de mí..., como si fueran a divertirse mucho conmigo. Yo me dije al punto: «Cuidado, viejo lagartón; estos malditos preparan algún bromazo de los buenos.»


Durante la comida, reinó el júbilo en la mesa. Todo fue alegría y algazara. No viendo motivo para tanto, reflexioné: «Sin duda, lo que piensan los divierte mucho, y les rebosa la satisfacción. Aquí hay algo que se me oculta y que, naturalmente, se fragua contra mí. Cuidado, mucho cuidado.»


Durante la velada, todos rieron bárbaramente. Me dio en la nariz que ya estaba dispuesto un bromazo muy gordo; lo sentía como si lo respirase, como si lo viera flotar en el aire, como los perros olisquean la caza.


Pero ¿qué? Yo estaba prevenido ya, dispuesto a defenderme. No dejaba escapar ni una frase, ni una intención, ni un gesto. Hasta los ademanes. de los criados me preocupaban; todo me parecía sospechoso.


Llegó la hora de acostarse y me acompañaron a mi alcoba en procesión. ¿Por qué? Desde la puerta me dieron las buenas noches a gritos. Entré, cerré y quedé inmóvil, con la bujía en la mano, alerta.


Oí risas apagadas y murmullos en el pasillo. Se quedaban, sin duda, en acecho. Inspeccioné las paredes, los muebles, el techo, las colgaduras, el piso. Mas no advertí nada sospechoso. Andaban junto a mi puerta. Seguramente se acercaron a mirar por el ojo de la cerradura.


De pronto se me ocurrió: «Puede apagárseme la vela, y si me quedo a oscuras... » Entonces encendí todas las bujías de los candelabros que había sobre la chimenea. Luego volví a mirar en torno mío, sin descubrir nada.


Con mucha calma recorrí todo el aposento. Nada. Observé minuciosamente uno por uno todos los objetos. Nada. Me acerqué a los postigos, de tabla gruesa, estaban abiertos. Los cerré asegurándome; corrí los cortinajes, unos enormes cortinajes de terciopelo, y los sujeté con una silla pesada para estar seguro de que por allí no me sorprenderían.


Entonces me senté, con desconfianza. El sillón era bastante fuerte.


No me atreví a acostarme. Avanzaba la noche y acabé por sentirme ridículo. Si me acechaban, como, supuse, ya empezarían a reírse de mi temor, aguardando el éxito de la burla dispuesta, muy satisfechos.


Resolví acostarme. Pero la cama era el mueble que megos confianza me ofrecía. Di unos tirones a las colgaduras; resistieron; estaban fuertes. Y, sin embargo, en la cama debía de estar el peligro.


Tal vez me despertarían con una ducha helada, o bien así que me hubiese acostado. se hundiría el suelo, arrastrándome y poniéndome a disposición de los guasones en el piso de abajo. Repasé todos los recuerdos que guardaba en la memoria de solemnes bromazos. Yo hubiera querido librarme a toda costa de que me dieran uno.


—¡Ah! Lo procuraría por todos los medios imaginables.


De pronto, discurrí una precaución que me pareció muy oportuna. Cogí cuidadosamente los colchones y la ropa de la cama, colocándolos en el centro de la estancia, frente a la puerta. Después apagué todas las bujías, y, a tientas, me acosté, arropándome lo mejor que pude.


Aún seguí por lo menos una hora desvelado, inquieto, estremeciéndome al menor ruido. Sin duda ya dormían todos tranquilamente. Y me dormí.


Debió de ser largo y profundo mi sueño; pero de pronto me desperté sobresaltado, sintiendo que se desplomaba un cuerpo sobre mí.


Al instante recibí en el rostro, en el cuello, en el pecho, un liquido abrasador que me hizo gritar dolorosamente, y un estruendo espantoso, como el de toda una vajilla que rodara por una escalera, ensordeció mis oídos.


La masa inerte y silenciosa que había caido sobre ml cuerpo, me sofocaba. Tendí las manos para reconocer la naturaleza de aquel objeto, y encontré una cabeza, una nariz, unas patillas. Entonces di un puñetazo con toda mi fuerza en aquella cara, y recibí al punto una lluvia de arañazos que me hicieron saltar precipitadamente, huyendo en camisa, lanzándome al pasillo por la puerta que habla abierto ya.


— ¡Oh estupor! Estaba muy avanzado el día. Todos acudieron a mis gritos, viendo en el suelo de mi alcoba, despavorido, a un ayuda de cámara.


Había entrado completamente a oscuras, llevándome un servicio de té, y tropezó en los colchones, cayendo sobre mi vientre y abrasándome, bien a su pesar, con mi desayuno.


Las precauciones tomadas, cerrando herméticamente maderas y colgaduras y acostándome, además, en el suelo, eran la causa única del bromazo.


¡Apenas dio que reír aquel día!



*

La otra burla que me propongo referir, data de mi primera juventud.


Tenía yo quince años y pasaba las vacaciones con mis padres. El suceso también se desarrolla en un castillo, y en Picardía también.


Con frecuencia nos visitaba una señora de Amiéns, una vieja insoportable, antipática, entrometida, chismosa, colérica, rencorosa y malintencionada. La tomó conmigo—yo no sé por qué—y no cesaba de urdir embrollos y de presentar quejas contra mí, dando siempre una torcida interpretación a mis palabras más sencillas y a mis acciones más insignificantes. ¡Oh! ¡La vieja arpía!


Se llamaba señora Dufour, lucía una peluca del más hermoso y brillante color negro—aun cuando tuviera muy cumplidos los sesenta—y se tocaba con pequeñas cofias ridículas, adornadas con cintas de color de rosa. Todos la respetaban, porque tenía mucho dinero; pero yo la odiaba de todo corazón y resolví tomar venganza de los agravios que me hacía constantemente con su desleal y abusivo proceder.


Acababa yo de aprobar el penúltimo curso del bachillerato, y estudiando Química me había chocado muy singularmente, por sus propiedades raras, un cuerpo llamado fosfuro de calcio, el cual, arrojado en una vasija llena de agua, se inflama, crepita, se dispara describiendo círculos y desprende coronas de vapor blanco de un olor infecto.


Yo había reunido—tomándola a hurtadillas, naturalmente, para divertirme durante las vacaciones—una buena cantidad de aquel producto, semejante a simple vista, por hallarse cristalizado, al azúcar piedra.


Tenía yo un primo de mi edad; le comuniqué misteriosamente mi proyecto y se asustó de mi audacia; pero su asombro no mi hizo desistir.


Y una noche, mientras toda la familia se hallaba reunida en el salón conversando, me escurrí precipitada, y sigilosamente hasta el aposento en donde hospedábamos a la señora Dufour, y cogí—perdón, señoras—un receptáculo de forma redonda que se oculta generalmente a poca distancia de la cabecera de la cama por si necesitamos servirnos de él a media noche. Me cercioré de que se hallaba completamente seco y esparcí en su fondo un puñado, una cantidad bastante considerable de fosfuro de calcio.


Luego, subí a ocultarme en un desván, aguardando el momento. Pronto un rumor de pasos y de voces, me anunció que subían a las alcobas. Después la casa quedó en silencio, y entonces, con los pies descalzos, bajé sin hacer el más pequeño ruido, conteniendo la respiración hasta colocarme junto a la puerta de mi enemiga y enfilar una mirada por el ojo de la cerradura.


La señora Dufour preparaba cuidadosamente su tocado nocturno. Luego fue despojándose una por una de todas las prendas de vestir, y se puso un peinador blanco, muy tenue, que dibujaba sus descarnadas formas, adhiriéndose a su osamenta como el propio pellejo. Cogió un vaso, lo llenó de agua, se hundió luego en la boca una mano—como si hubiera querido arrancarse la lengua—, y sacó un objeto semicircular blanco y sonrosado que sumergió al momento en el agua. Sentí un escalofrío de miedo, como si acabara de presenciar un misterio vergonzoso, repugnante y terrible.


Aquello era una dentadura postiza.


Inmediatamente, quitándose la peluca, negra como el azabache, mostró una cabeza pelada, un cráneo pequeño donde aparecían desperdigados algunos pelos blanquecinos. Era tan cómico aquel espectáculo, que me fue difícil contenerme y no soltar la carcajada. Por fin, rezó sus oraciones de rodillas. Se levantó, agarró el instrumento de mi venganza y lo dejó en el suelo, tomando posiciones en él, agachada, cubriéndolo enteramente con el peinador.


Aguardé, ansioso; mi corazón palpitaba. La señora Dufour se mostraba tranquila, satisfecha, dichosa. Yo también me sentía dichoso acechando. La venganza es muy sabrosa.


Oí al pronto un ligero murmullo, una tenue crepitación: luego una serie de ruidosas detonaciones, como lejanas descargas de fusilería. En un segundo, transformó el rostro de la señora Dufour un gesto espantoso; una emoción inexplicable la poseía.


Cerró los ojos, los abrió enormemente, volvió a cerrarlos y abrirlos, como si hubiera soñado; luego se levantó, irguiéndose con una soltura de que no la creí capaz, y se volvió para mirar el receptáculo...


Una materia blanca flotaba, crepitaba en él, girando sobre la superficie del dorado liquido, fosforescente, arrojando llamas y humo; un humo espeso que se retorcía y elevaba como una columna salomónica; un humo asfixiante y misterioso, terrible como un sortilegio.


¿Qué debió de imaginar la infeliz? ¿Supuso que aquello era una burla infernal del mismísimo demonio? ¿Una enfermedad espantosa? ¿Creyó que aquel fuego salía de su vientre, que abrasaría sus entrañas, que la convertiría en una especie de volcán proyectándose al exterior continuamente, o la haría estallar como estalla un cañón cargado hasta la boca?


Se quedó en pie, inmóvil, enmudecida por el espanto, con los ojos clavados en aquel fenómeno incomprensible. Luego, de pronto, articuló un grito agudo, penetrante, y cayó al suelo desmayada, inerte.


Huí; llegué a mi alcoba, me metí y me arropé bien en la cama; cerré los ojos con fuerza como para convencerme de que dormía, de que yo no tuve culpa, de que no hice nada malo, de que no salí al pasillo siquiera.


Sin querer, pensaba:


«Se ha muerto! ¡ Se ha muerto ¡La he matado! ¡Se ha muerto del susto!»


Y aguzando el oído, atento, ansiosamente, deseaba percibir todos los rumores de la casa.


Iban y venían, hablaban; me pareció que reían, y, al cabo, recibí una lluvia de azotes. No abrí los ojos, pero reconocí la mano de mi padre.


Al día siguiente, la señora Dufour apareció muy pálida, cadavérica, bebiendo agua sin cesar. Tal vez, a pesar de todas las razones aducidas por el médico para convencerla, insistía en apagar el incendio interior, el fuego que supuso encerrado en su vientre.


Desde aquel día, cuando se habla en presencia de la señora Dufour de alguna enfermedad,. suspira hondamente, murmurando:


—¡Ah! ¡ Si usted supiera, señora que hay enfermedades terribles y extrañas, si, muy extrañas!...


Pero nunca pasa de ahí su indicación.






GUY DE MAUPASSANT

1 Anamnesis....:

Nix Galith dijo...

No tengo más que decir: ¡Muy buena entrada!